Hace unas semanas, recogí a mi hijo de diez años de la casa de su madre y lo llevé a mi casa. Le pregunté si tenía tarea y me dijo que sí, que debía terminar de leer un libro. Iba por el tercer capítulo y quería jugar un poco de Playstation antes de seguir leyéndolo. El libro -que sucedía en Venecia y tenía como protagonista a un violinista que se negaba a tocar a Mozart- no lo había enganchado. Decidí leerlo para ver si podía ayudarlo. Lo leí en poco tiempo, una lectura ligera para alguien acostumbrado a leer diariamente varias horas. Fui donde mi hijo y le comenté que había terminado de leer el libro. No me creyó. Insistí. Entonces decidió hacerme una prueba.
- Cuando la periodista llega a Venecia ¿hacía frío o hacía calor?
Entonces me acordé de la gelatina de naranja con leche que hacía mi madre cuando era un niño. Era mi favorita. Un día mi padre trajo una colección de libros a mi casa y yo cogí uno. Era una lectura poco estimulante para un niño, la Autobiografía humorística de Mark Twain, pero lo escogí porque su carátula era del color del postre que tanto me gustaba. Mi carrera como lector empezó gracias a una sinestesia.
Me acordé también de mi padre, que nunca fue un gran lector pero sí un extraordinario coleccionista. Coleccionaba todo lo que estuviese numerado y tuve la suerte de que por aquellos años aparecieran varias colecciones de libros. Grandes Bestsellers, Ariel juvenil y Ariel Universal, Literatura Peruana, Obras Maestras, todas las coleccionó y mi casa se llenó de libros, mientras que en la casa de mis amigos apenas si había una enciclopedia o folletos biográficos sobre los héroes de la Guerra del Pacífico. Mi padre los coleccionaba y yo los leía.
Pero no era el único que los leía. También mi abuela sacaba uno por uno, guiándose por la numeración. Prefería aquellos que no superaban las cien páginas y que tenían viñetas. Antes de irse a dormir sacaba uno del librero y a la mañana siguiente lo devolvía, y así sucesivamente. Sentí una envidia instantánea de mi abuela que podía leer un libro al día y empecé una silenciosa competencia con ella. Luego de esforzarme mucho pude, finalmente, leer un libro al día. Una biografía de Napoleón de menos de cincuenta páginas. Mi alegría fue indescriptible.
(Luego mi abuela me confesaría que no leía esos libros, solo veía las viñetas, pero para entonces yo era un lector en pleno vuelo).
Me acordé de unos libros escritos por un sacerdote llamado Francisco Finn, una saga de niños que compartían un mismo salón de clase. Cada novela tenía el título de uno de los niños, un protagonista que en las demás novelas reaparecía como personaje secundario. Decidí contribuir con la obra de Francisco Finn y en un cuaderno de 150 páginas, rayado, que forré de azul, escribí mi primera novela: Diego Swan (sin saber que luego admiraría a un personaje también apellidado Swann, escrito por un tal Proust).
Recordé las horas que dediqué en mi infancia y adolescencia a leer. Cada uno de los libros que pasaron por mis ojos. Los que leí, los que releí, los que no pude terminar de leer. La edición condensada de El Quijote que llevaba en el bolsillo de mi saco cuando salía a montar skate. Cuando me metía en la tina con un libro y me demoraba en salir, enfriado y tiritando, por estar inmerso en el agua y la lectura. Y claro, también recordé la lectura deRobinson Crusoe que hizo que me ganara mi primer sueldo literario (un borracho, en una peluquería, me dijo que me pagaba un sol si le contaba una historia, y le conté la del libro que acababa de leer). O la vez en que me doblaba de dolor de estómago y mis padres llamaron al doctor, pensando que era apendicitis, y mientras lo esperaba me puse a leer La casa de cartón y sus imágenes tan hermosas, esa sensación de la juventud frágil y florecida, hizo que olvidase el dolor y que cuando el doctor al fin llegase me encontrara hecho un ovillo en torno al libro, con un placer que era síntoma no de haber contraído apendicitis sino literatosis.
Me acordé de aquellos años en que leía los libros en voz alta, gritando las palabras, sintiendo la música que evocan las frases. ¿Hace cuánto que no leo en voz alta? ¿Por qué he perdido ese placer tan intenso?
Y me acordé de cómo un día, antes de terminar la secundaria, descolgué los póster de jugadores de fútbol que adornaban mi cuarto (recuerdo a Cruyff, a Zico, a Rummennige) y los cambié por póster de escritores. Algunos que había leído y veneraba, como Cortázar o Vargas Llosa; otros que había leído sin entenderlos, como Onetti; y otros que aún no había leído pero cuyos rostros me atraían seductoramente (como luego sus libros) como Nabokov.
Todo eso recordé cuando mi hijo me hizo una simple pregunta sobre un libro que acababa de leer y no supe contestar. De eso y también de algo más: que yo me convertí en lector el día que descubrí que en los libros a veces hace frío y a veces calor. Y me hice después escritor solo para poder inventar un mundo donde a veces hace frío y a veces calor, y que un lector se diese cuenta de ese detalle.
Pero lo más importante es que entendí que nada hace más daño a la literatura (ni los bestsellers, ni los libros electrónicos, ni los malos autores, ni la inocente vanidad literaria) que los lectores que no les interesa si hace frío o calor en los libros, y los autores a los que tampoco les importa hacernos saber si en sus textos hace calor, frío o un clima más bien templado, como hoy, perfecto para salir a pasear por el malecón con una bufanda ligera y quizá un abrigo para más tarde, si la noche me alcanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario